¿Es posible vivir sin gobiernos?
Esta pregunta —sencilla en su formulación, pero que desata un universo argumental a poco que se escarba entre sus raíces— ha ocupado las luchas y debates de multitud de obreros, filósofos, intelectuales y políticos en los siglos XIX y gran parte del XX, en los tiempos en que la sociedad, llamémosle “civil” —aunque no existe ninguna otra- parecía buscar con ahínco y desesperación las respuestas sobre su propio destino. En cambio ahora, ya en el siglo XXI, los únicos que parecen hacerse esa pregunta de forma global y con un interés político claro son las empresas multinacionales, que necesitan por un lado, librarse de las trabas –por llamarlas de alguna manera— impuestas por los gobiernos nacionales o locales y por otro, absorber el negocio de los —pocos— servicios públicos que aún quedan en manos de los estados.
El debate, visto lógicamente desde su vertiente social, ha sido sepultado por la aparición de las modernas democracias, que al hilo de aquel “vivimos en el mejor de los mundos posibles” nos han acostumbrado a un entorno social que criminaliza la puesta en cuestión del modelo de gobierno, por no hablar del de estado o el sistema económico. Lentamente, el miedo infiltrado en la sociedad tras el telón de los terrorismos y su ulterior idenfificación con cualquier disidencia, ha ido despojando a las personas de su derecho a cuestionar el estado y las formas en que éste se manifiesta. La aparición, en nuestro caso, de la constitución de 1978 cristaliza la forma de estado y de gobierno despojando a la sociedad —que se da en llamar “el pueblo soberano”— de cualquier posibilidad de modificar el marco político –y no digamos el económico- en que se desenvuelve. Soberanos para nada, entonces; más bien controlados, dirigidos e inmovilizados. Obviamente, estas son las características de todo pueblo que aspire a formar parte del “mundo desarrollado”, de las organizaciones políticas y económicas internacionales. Son condición necesaria para la seguridad de inversores, empresas y libre flujo de capitales, que no desean ver amenazada su estabilidad por ningún tipo de “voluntad popular”, que, éstos lo saben bien, siempre es contraria a sus intereses cuando no se la manipula y controla adecuadamente. Por tanto, el “gobierno del pueblo” tan solo nos permite al pueblo elegir entre una de las dos opciones de su férreo bipartidismo —con alguna propuesta nacionalista ad hoc—, en listas cerradas y establecidas por las cúpulas del oligopolio político. Esto es todo lo que podemos hacer por la “democracia”. Un escaso bagaje para tanta palabrería.
Sigue leyendo Es posible funcionar sin gobiernos: alternativas al parlamentarismo (pdf)
Sigue leyendo És possible funcionar sense governs: alternatives al parlamentarisme (pdf - català)
Esta pregunta —sencilla en su formulación, pero que desata un universo argumental a poco que se escarba entre sus raíces— ha ocupado las luchas y debates de multitud de obreros, filósofos, intelectuales y políticos en los siglos XIX y gran parte del XX, en los tiempos en que la sociedad, llamémosle “civil” —aunque no existe ninguna otra- parecía buscar con ahínco y desesperación las respuestas sobre su propio destino. En cambio ahora, ya en el siglo XXI, los únicos que parecen hacerse esa pregunta de forma global y con un interés político claro son las empresas multinacionales, que necesitan por un lado, librarse de las trabas –por llamarlas de alguna manera— impuestas por los gobiernos nacionales o locales y por otro, absorber el negocio de los —pocos— servicios públicos que aún quedan en manos de los estados.
El debate, visto lógicamente desde su vertiente social, ha sido sepultado por la aparición de las modernas democracias, que al hilo de aquel “vivimos en el mejor de los mundos posibles” nos han acostumbrado a un entorno social que criminaliza la puesta en cuestión del modelo de gobierno, por no hablar del de estado o el sistema económico. Lentamente, el miedo infiltrado en la sociedad tras el telón de los terrorismos y su ulterior idenfificación con cualquier disidencia, ha ido despojando a las personas de su derecho a cuestionar el estado y las formas en que éste se manifiesta. La aparición, en nuestro caso, de la constitución de 1978 cristaliza la forma de estado y de gobierno despojando a la sociedad —que se da en llamar “el pueblo soberano”— de cualquier posibilidad de modificar el marco político –y no digamos el económico- en que se desenvuelve. Soberanos para nada, entonces; más bien controlados, dirigidos e inmovilizados. Obviamente, estas son las características de todo pueblo que aspire a formar parte del “mundo desarrollado”, de las organizaciones políticas y económicas internacionales. Son condición necesaria para la seguridad de inversores, empresas y libre flujo de capitales, que no desean ver amenazada su estabilidad por ningún tipo de “voluntad popular”, que, éstos lo saben bien, siempre es contraria a sus intereses cuando no se la manipula y controla adecuadamente. Por tanto, el “gobierno del pueblo” tan solo nos permite al pueblo elegir entre una de las dos opciones de su férreo bipartidismo —con alguna propuesta nacionalista ad hoc—, en listas cerradas y establecidas por las cúpulas del oligopolio político. Esto es todo lo que podemos hacer por la “democracia”. Un escaso bagaje para tanta palabrería.
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