Aún recuerdo cómo lo conocí. Ariel Fernández era uno de los pocos libreros de la zona oeste rosarina. Yo estaba cursando la escuela secundaria, e iba a su negocio para canjear los manuales escolares. Entregaba mi manual viejo y con eso él te descontaba algunos pesos a la hora de comprarte el nuevo libro de texto para el próximo año escolar. Y siempre me llamó la atención su carácter podrido. Las pocas veces que había entrado de adolescente a esa librería, entraba casi hasta con miedo. Así lo veía mi mente infantil, sin siquiera saber la breve amistad que muchos años después, tendríamos Ariel y yo. Terminé la escuela y no volví a entrar por muchos años a ese lugar tan misterioso.Cuando yo tenía nueve años, había asumido como presidente Carlos Menem. Cuando se fue del gobierno, quien esto escribe ya tenía 19. Adolescencias perdidas. Generación la mía, que quedaría casi destruida, entre los años del menemismo, el auge de la droga, la corrupción (no sólo de los gobiernos sino hasta de los vecinos), y el vaciamiento cultural, la televisión basura y años de programas de Tinelli, que ya le empezaban a quemar el cerebro a la gente.
En el medio de todo eso, cuando uno ya no esperaba nada del ser humano, nos sorprendió el 2001, para poco tiempo después volver la sociedad, a esta asquerosa normalidad.
Si bien me habían echado de la escuela primaria por negarme a tomar la comunión a los nueve años, aún no sabía que yo era básicamente un anarquista, ni más ni menos. Pero eso lo descubriría mucho tiempo después. Mientras tanto, en pleno 2001, y con el “Que se vayan todos, que no quede ni uno sólo”, fue que empecé a buscar libros anarquistas, en librerías de nuevos y usados. Todavía Internet no estaba tan al alcance de uno, y no había ediciones nuevas sobre los clásicos del anarquismo. Me cansé de recibir varios “no, no tengo nada”, “no hay sobre eso”, etc, cuando preguntaba en librerías sobre material anarquista. Y nada, no encontraba absolutamente nada sobre estas ideas que me marcarían de por vida. Todavía no había comenzado a participar en la única biblioteca libertaria que quedó en mi ciudad.
Fue de esta manera, que tras varios años de no tener noticias sobre Ariel, volví a pasar por su negocio, de casualidad, y esperando, seguramente, otro NO como respuesta cuando preguntara sobre títulos anarquistas.
Entré ya sin miedo a la librería, aunque esperando a un viejo de carácter hostil que solía tratar muy enojado a los clientes. Y así me trató apenas entré pero, para sorpresa mía, y también suya, el trato cambió cuando escuchó mi pregunta sobre material libertario. Inmediatamente cambió su trato, me miró a los ojos como quien mira a una especie en extinción, o quizás a un igual, y me dijo con cierta complicidad: “Espéreme aquí un segundo”.
Fue para la parte trasera de su negocio, y volcó sobre el mostrador libros polvorientos, sucios, e increíblemente maravillosos. Recuerdo que entre ellos había un viejísimo ejemplar de “La Revolución Desconocida”, de Volin, editado por la F.O.R.A, y otro que definiría claramente el por qué de mi anarquismo, me refiero a “Historia del movimiento machnovista”, de Piotr Archinoff. Tenía libros de Juan Lazarte, de Herbert Read, de Ángel Cappelletti, de Malatesta, de Luce Fabbri, o de Max Nettlau, como así también muchísimos ejemplares de la revista Reconstruir y quedé maravillado.
Yo esperaba que me dijera que no tenía nada, para seguir pedaleando con mi bicicleta, en dirección al centro de la ciudad. Pero no sospechaba, ni remotamente, con qué clase de personaje me estaba encontrando.
Cuando le pregunté, cómo había conseguido él todo ese material, fue que me empezó a contar varias historias increíbles. Y como todo en esta vida, lo que uno supone cosa de un segundo, puede durar para toda la existencia.
Ariel me miró con ternura, él con sus más de 80 años, yo con 22. Y a partir de entonces, me trató como a un igual suyo. No me tuteaba, siempre me trataba de “usted”, y pasamos largas tardes hablando de historias del anarquismo local y sobre la vida de su padre, Juan José Fernández, a través del cual habían llegado esos ejemplares, a la librería de Ariel, y luego a mis manos. Siempre que me vendía alguna de aquéllas joyas me decía: “Esto era de mi padre pero yo no quiero que permanezca acá y junte polvo, quiero que se conozca”.
Juan José, su papá, había sido secretario general de los Obreros Ladrilleros de Rosario, adheridos a la F.OR.A. Era español, y había llegado con sus padres, es decir los abuelos de Ariel, a la Argentina. Sus padres eran obreros humildes, no obstante, partidarios de la monarquía española.
El padre de Ariel, siendo apenas un niño de 8 años, ya trabajaba en el barrio como ladrillero, gremio en el cual había muchos militantes anarquistas, por no decir casi todos. Por toda la zona oeste de Rosario, hubo cientos de militantes ácratas, testigo de ello son hoy los numerosos clubes sociales de la zona, que conservan nombres sugestivos como club “Libertad”, club “Luchador” (fundado el 1º de mayo de 1932), club “Ideal”, “Nueva Era”, y nombres por el estilo.
Juan José, obrero de 8 años, también marcaría a fuego su vida, juntándose con aquellos anarquistas de su gremio, más grandes que él, y que habían escuchado a Juan José, contar que su papá, tenía sobre el respaldo de la cama matrimonial, un retrato del rey de España. Y vino lo inevitable. Los anarquistas del gremio agitaron la cabeza de éste niño, que se destacaba ya por lo solidario en las reuniones y en el trabajo, y una noche tranquila, Juan José tomó la escopeta que tenía su padre en un mueble, entró a la habitación donde dormían sus progenitores, y en plena madrugada, mató de un escopetazo al odiado rey de España, que quedó con su cara destrozada en el retrato. Lo gracioso fue el salto que pegó el padre de Juan José, en plena oscuridad, al oír el disparo y casi morir de un infarto, del cagazo que se había pegado.
La hazaña de Juan José fue comentada durante meses por los anarquistas de la zona, se ganó así el respeto de todos los compañeros, y con los años sería el secretario general de la federación obrera, querido por muchos. También fue fundador de la Escuela Racionalista, fundada por los anarquistas de la F.O.R.A, siguiendo el ejemplo del pedagogo libertario Francisco Ferrer i Guardia, asesinado por la iglesia y la monarquía española, en 1909. Ariel me contaba ya viejito, cómo había ayudado a su papá a hacer los banquitos para los niños de la escuela racionalista, donde iban los hijos de los obreros del gremio, para evitar que la mente de las nuevas generaciones, fueran corrompidas por la educación de la Iglesia, o del Estado, que son exactamente lo mismo. El local de la escuelita de la F.O.R.A, estaba al lado del local de la sociedad de resistencia de dicha federación, ubicado en calle Godoy y Provincias Unidas, en el lejano oeste rosarino. Hasta hace pocos años permanecía en pie esa vieja construcción, si es que algún edificio no arrasó hoy con su historia.
En su militancia anarquista, Juan José Fernández había conocido a renombrados compañeros de ideas, como Rodolfo González Pacheco, Diego Abad de Santillán, gente vinculada a los anarquistas expropiadores y conocidos de Severino Di Giovanni, fusilado luego por la dictadura de Uriburu en 1931, como así también a varios de los anarquistas locales, que en un acto relámpago, tomaron la municipalidad de Rosario el 7 de febrero de 1921, donde intentaron disolver el Concejo Deliberante, junto a militantes comunistas, e izaron la bandera roja, siendo todos detenidos luego tras este primer y único “soviet”, que duró una hora y media, con un saldo de 20 agitadores apresados.
Y había que escucharlo a Ariel, contar tan tranquilo estas historias de su padre. Era tan modesto que cuando quise filmarlo me decía: “¿Pero a quién pueden interesarle estas anécdotas?”.
Su papá había nacido en España hacia fines del siglo XIX. Tuvo dos hijos, a los que, como buen anarquista, les puso nombres sugestivos, Ariel y Apolo, personajes de la mitología. Ambos, excelentes jugadores de ajedrez. Apolo murió más joven.
Hay vecinos del barrio, que pueden dar fe de lo que digo, ya que Ariel mantuvo con muchos jóvenes de la zona, interminables partidas de ajedrez. Una de las más famosas, es la que ejecutó con un muchacho que viajaba asiduamente a Venezuela. Eran tan buenos que las partidas duraban horas, y luego meses, porque cuando éste muchacho viajaba a Venezuela, dejaban la partida donde la habían terminado, Ariel volvía al trabajo y cuando tiempo después el joven regresaba de viaje, seguían la partida de memoria. Historias que sólo ocurren en éste barrio.
Yo siempre que podía, pasaba por la librería de Ariel. Iba a comprar algún libro maravilloso, y la compra demoraba unas cuatro horas, por lo interminable de las charlas que teníamos. Pero valía la pena.
Ariel ya estaba muy viejito la última vez que lo visité. Su final se avecinaba. Un tumor en el cuello y los 80 y pico de años, lo estaban consumiendo. Supe que su librería se iba a mudar, por el elevado costo de los alquileres, a calle Córdoba y Carriego. Hasta tuvo la caballerosidad de pasarme una tarjetita con la dirección del nuevo local, para que pasara a visitarlo. Y fue la última vez que lo vi con vida. La librería se había mudado efectivamente, pasé por allí varias veces debido a mi trabajo de reparto, pensé en aprovechar para verlo, pero a la mañana, quizás ya por su estado de salud muy deteriorado, la librería permanecía cerrada.
Hace poco tiempo, me enteré por otro viejo compañero, que Ariel había fallecido. Y lo lamenté mucho.
En la Barcelona argentina, como la llamaron a Rosario por su gigantesco movimiento anarquista, pareciera que el oscurantismo borró todas esas historias. Es increíble que en una ciudad así sólo hayan trascendido, entre miles, apenas un puñado de nombres de libertarios que actuaron aquí, como Rómulo Ovidi, Virginia Bolten, Joaquín Penina, Luisa Lallana, Gaudencio Lamarque (padre de Libertad Lamarque), Juvenal Fernández, Martín Finamori, el Dr. Arana, Angelita Sánchez y por qué no también Juan José Fernández, el papá de Ariel.
Tras la muerte de nuestro querido librero, su local, quedó cerrado, y muchos de sus libros permanecen abandonados allí. No falta algún anarquista delirante en nuestro barrio que quiera recuperar esos libros de cualquier manera, así sea a la manera anarquista a través de algún túnel. Pero por suerte en nuestro arrabal, todavía todo puede ocurrir.
Ariel ha muerto, pero vaya desde aquí mi querido homenaje. Que un hombre muera es parte del ciclo vital. Lo que no podemos permitir es que se mueran las historias.
Juan Manuel Ferrario, Rosario (01/11/10)
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